Autor | Eduardo Bravo¿Hay alguna comunidad que no quiera vivir en un entorno más saludable? ¿O que prefiera una mala red de transporte en su territorio? ¿Hay alguien que no quiera más seguridad en sus calles sin renunciar a su libertad? ¿Y unos mejores servicios asistenciales? A pesar de las ventajas que conllevan, muchas comunidades no son capaces de crear ciudades modernas, abiertas y seguras por la dificultad a la hora de financiarlas. Por ello, aquellos lugares que desean desarrollar ciudades inteligentes, también deben ser inteligentes a la hora de articular nuevas formas de captación de fondos y evitar así recurrir a los métodos clásicos, como la subida de impuestos o la emisión de deuda.Según el informe de Deloitte The challenge of paying for smart cities projects, lo primero que deben hacer las ciudades antes de poner en marcha planes de financiación es analizar si realmente esa solución inteligente es demandada en su comunidad y hasta qué punto va a ser beneficiosa, tanto para la vida de los ciudadanos, como para recuperar la inversión hecha. Si el balance es positivo, desde la consultora proponen tres vías de financiación: la pública, la privada o la monetización del servicio para que se autofinancie. En ocasiones, apuntan, no será extraño que coincida más de una de estas formas de financiación en un mismo proyecto.En ese sentido, el informe Analysing the potential for wide scale roll out of integrated Smart Cities and Communities solutions, realizado por la Unión Europea en 2016, explica que los proyectos de las ciudades independientes acostumbran a ser financiados de la siguiente manera: un 4% es aportado por la UE, un 41% responde a una combinación de fondos privados y públicos, un 19% son fondos públicos de diferente procedencia, un 15% de fondos públicos estatales y, el 11% restante, de fondos públicos regionales. En otras palabras, más de la mitad del presupuesto de este tipo de inversiones llega de las diferentes administraciones del Estado.Por ello y para aligerar la carga económica del sector público, las ciudades deben aplicar la creatividad. Por ejemplo, suplir el desembolso de dinero con otra serie de contraprestaciones, desde la exención fiscal para las empresas que participen en el proyecto a la cesión del espacio urbano, como sucedió en Estados Unidos con el proyecto LinkNYC, cuyo objetivo era convertir 7500 antiguas cabinas de teléfonos públicos en quioscos digitales. Una transformación que superaba los doscientos millones de dólares de inversión (alrededor de ciento ochenta millones de euros) y que en lugar de ser desembolsados por el ayuntamiento de la ciudad, fueron sufragados a través de campañas publicitarias en favor de la empresa desarrolladora.Una vez determinado cómo se van a financiar esos nuevos servicios, es importante decidir cuál va a ser el régimen de explotación de los mismos. Como en el caso anterior, las posibilidades abarcan desde la asunción del servicio por parte de las administraciones públicas, a la contratación de esos servicios a un proveedor externo que se encarga también de la asistencia técnica y la responsabilidad ante los usuarios, sin olvidar las licencias –fórmula habitual en el campo de las telecomunicaciones, como la telefonía o la televisión digital–, el arrendamiento a largo plazo o la participación como socios del sector público y el sector privado.Tampoco hay que olvidar a la hora de valorar el reto económico que suponen las smart cities, el ahorro que este tipo de inversiones generan a la larga en materia energética o de seguridad. Un beneficio que permite amortizar muy rápidamente la inversión e incluso generar un balance positivo en los presupuestos municipales, locales o estatales, que puede ser reinvertido para implementar nuevas mejoras.Imágenes | Dayamay, Skeeze, Unión Europea
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